Hacía frío. El aire estaba seco y cortante. Era madrugada en Alemania y habíamos pasado la noche en el bosque al costado del camino. En esa foto me veo junto a la ruta que nos conectó con otros pueblos antes de llegar a Hamburgo, donde nos esperaban M & N.
La tarde anterior habíamos elegido nuestro escondite guiados por un árbol marcado con un corazón rosado y chiquito, sumado a un mini tetra de chocolatada apoyado al costado del camino. Estos eran mejores signos que las botellas y latas de cerveza que habíamos visto tiradas en la banquina más temprano. Ése era el lugar para refugiarnos sin que nadie nos vea. Antes de dormir, comimos las últimas porciones de pizza que traíamos desde el pueblo anterior. Magic Pizza tenía fachada de ladrillos y una máquina de cigarrillos en la puerta. El delivery lo hacían una mujer rubia en un BMW descapotable y otra, aún más rubia, en un auto con una cruz de malta pintada sobre el capot.
Atamos las bicis a un arbusto y las camuflamos dentro de una zanja a varios metros de la carpa. El piso estaba cubierto de otoño formando un colchón natural y dormimos con la ropa puesta. La luz era azulada y el viento se movía lento entre los árboles hasta que no lo hizo más. Se formó un silencio muy sagrado que se rompía cuando pasaba algún auto sobre la ruta, rastrillando la oscuridad entre los troncos.
Descansamos junto a los pájaros que también dormían en sus ramas y sus nidos.
Nos avisaron cuando fue la hora de despertar. La luz cálida del amanecer apenas se filtraba en el bosque hasta nuestra carpa.
Entonces, guardamos todo y nos fuimos.
Existe una aplicación para el celu, un GPS especialmente diseñado para viajeros en bici o a pie, que te asegura que hay un camino para salir de la ciudad de Montpellier evitando el enjambre de autopistas hostiles.
En realidad, el camino conduce a una reja que podés sortear con algo de ingenio y avanzar hasta la entrada de una casa ubicada a escasos metros de una autopista en construcción. Si aplaudís y saludas al aire un rato, aparece una señora que te dice que cada tanto llega a su puerta un ciclista perdido, absolutamente convencido de que está en el camino correcto para llegar a la costa.
Los viajes te enseñan un montón de cosas. Y más aún cuando sos tu propio medio de transporte. Una de estas enseñanzas es que siempre estás en el camino correcto para vos. Probablemente no sea el más corto, el más rápido o el más fácil, pero es el que tenés que atravesar.
Y así es como volvés de un viaje en bici y parece que te hubieras alimentado con libros de autoayuda. En este momento siento que es más difícil contarlo que vivirlo. Voy a tratar de que el viaje hable a través mío.
No recuerdo exactamente cómo empezó ni terminó ese día. Sólo me queda grabada la llovizna intermitente que se espolvoreaba sobre las colinas llenas de verdes, sobre los lomos peludos de las enormes vacas color dulce de leche que pastaban al costado del camino que íbamos dibujando día a día en dirección a Barcelona.
Sí recuerdo, y nunca voy a olvidarme, que nos encontrábamos atravesando la Bourgogne… ¿Me será inolvidable porque me divierte pronunciarlo o porque me divierte la postal que compré en esa región para enviarle a mi papá?
“Je t’ecris de Bourgogne” es el texto que se sobreimprime en rojo sobre la imagen de un perrito Labrador que escribe con una pluma junto a un paisaje parecido al que nos rodeaba mientras subíamos y bajábamos por las rutas provinciales.
Creo que fue después de “la curva del Cuco”, misteriosamente evadida por toda aplicación de navegación satelital y gracias a la cual nos desviamos por un camino de tierra en subida, cuando paramos a pedirle agua a un señor que estaba frente a su casa.
Una casa color casi naranja, añeja, simple y sólida, como tantas otras que forman la arquitectura de estos pueblitos medievales. Casas tan naturales y armónicas con su entorno que se perciben como parte del mismísimo paisaje. Era el primer verano que Raymond estaba solo en esa casa después de la partida de su esposa.
Nos dedicó una visita guiada que incluía todos los detalles de las remodelaciones que había hecho con sus propias manos.
También nos mostró sus pinturas: retratos, paisajes y un tigre carismático que esperaba con paciencia las próximas pinceladas.
No sentamos un rato y compartimos damascos jugosos y sabrosas cerezas de campos vecinos. Cargamos agua y nos despedimos con la promesa (todavía pendiente) de enviarle una pequeña acuarela de un tigre por correo.
Se hacía tarde y la belleza de Sète acariciaba los ojitos. Intentaba absorber la esencia cálida de la ciudad a través de la piel. No había tiempo para detenerse después de las idas y vueltas que habíamos hecho para salir de Montpellier. Queríamos encontrar un lugar tranquilo y salvaje para armar la carpa lo antes posible, pero el atardecer nos encontró en la cima de una colina sobre el Mediterráneo y nos insistió para que descansemos un rato, sólo un ratito.
Seguimos pedaleando entre el mar y la laguna, a lo largo de una guirnalda de balnearios populares donde se alternaban locales de souvenirs y artículos de playa con restoranes, fichines y heladerías. El lado B de la Côte d’Azur. Una versión europea de Villa Gessell que, según Google, se llama “Costa Amatista”.
Pasando las postales y las colchonetas, frente al estrecho sendero que bordea la playa, se expanden monstruosamente los campings más edificados, iluminados y ruidosos que deben existir en el planeta. Y más allá de los campings, se desplegaban frente a nosotros todos los colores del crepúsculo en un horizonte eterno que nos sedujo silenciosamente, conduciéndonos hasta un anochecer profundamente azul.
Nada me gusta más que dormir en la playa, envuelta en la salada y pegajosa dulzura de una noche de verano. Recostarme sobre la arena tibia, sentir cómo las más pequeñas olas llegan a la orilla, arullándome, y despertarme junto con la aurora para recibir al amanecer con un baño de mar.
Quince minutos en un pueblito francés son suficientes para comprar algo delicioso en un pequeño mercado y para que el cielo se vuelva negro antes de que termines de saborearlo.
Estábamos estirando la tarde a veinte kilómetros del lugar donde nos habíamos propuesto pasar la noche cuando las nubes nos obligaron a ajustar las alforjas y volver a la ruta. Echamos una mirada urgente sobre el anticuado hotel de viajantes y dejamos que el viento huracanado nos empujara por el camino hasta que nos alcanzó la tormenta. Faltaban diez kilómetros para llegar al campamento.
Nos refugiamos en un cobertizo sin paredes, rebosante de maquinarias junto a una casa encantadoramente simple. Intentamos anunciarnos, pedir permiso, pero el único que nos escuchó fue un perrito mediano, un beagle en tonos claros que nos tiró un par de ladridos secos e indecisos antes de volver a la comodidad de su hogar.
Media hora después, las gotas gordas, veloces, diagonales, seguían diluyendo el paisaje. Nos miramos desde los rincones que habíamos logrado ocupar entre los vehículos, los artefactos, las herramientas. Decidimos esperar treinta minutos más, hasta que el reloj marcara las ocho PM. En ese momento habríamos de tirar la moneda de la intuición y retroceder los diez kilómetros hasta el hotel de viajantes o avanzar los diez que faltaban hasta la zona de acampe.
Una vez que estuvimos listos para abandonar el techito que nos mantenía secos aparecieron Adeline, Olivier y su hijo pre-adolescente Antoine. Habían visto una de nuestras ruedas sobresaliendo del cobertizo y vinieron al rescate. Estaban los tres apretados bajo el mismo paraguas y Adeline, hablando perfecto inglés, nos invitó a pasar la noche ahí, en su casa. Nos trataron como familia y pasamos la noche de tormenta con ellos.